Final De Los Tiempos

sábado, 11 de agosto de 2012

HOMILÍA DOMINGO 12 DE AGOSTO DE 2012


La primera lectura, tomada del I Libro de los Reyes, tiene como protagonista al profeta Elías, quien vivió en el siglo IX AC. A pesar de la enorme distancia temporal y cultural que nos separa de él, este personaje tuvo una experiencia humana muy intensa que nos permite sintonizar con él:
Acab, rey de Israel, se casó con una mujer cananea, llamada Jezabel. Instigado por ella, el rey abandonó la fe de sus mayores y levantó altares para honrar a los dioses cananeos, y ordenó asesinar a los profetas que anunciaban el mensaje de Iahvé.
El profeta Elías denunció con vehemencia la infidelidad religiosa del rey, y esto lo convirtió en objetivo de la persecución ordenada por Jezabel.
Este es el contexto para comprender la primera lectura. Huyendo de la ira de la reina, Elías se internó en el desierto. Su situación era muy complicada pues era perseguido por un enemigo muy poderoso, estaba solo, hambriento y sediento; había perdido la esperanza.
El texto que hemos escuchado nos dice que Elías “se sentó bajo un árbol de retama, sintió deseos de morir y dijo: ‘Basta ya, Señor; quítame la vida, pues ya no valgo más que mis padres’. Después se recostó y se quedó dormido”.

El profeta se sentía agobiado. Sus fuerzas físicas y su motivación no daban para más. Ante la situación extrema en que se encontraba, lo único que le quedaba era morir; por eso suplica: “Quítame la vida”. Aunque para nosotros, mujeres y hombres de nuestra época, el siglo IX AC es algo muy distante, la crisis existencial que vive el profeta nos impacta y lo sentimos cercano.

¿Por qué la cercanía que sentimos ante la situación vivida por el profeta Elías? Todos nosotros hemos sido testigos de desgracias personales y familiares que, como si fueran un terrible tsunami, destruyen la motivación para seguir viviendo; pensemos, por ejemplo, en enfermedades terminales y dolorosas que se prolongan en el tiempo; pensemos en fracasos económicos que devoran el esfuerzo de toda la vida y que generan deudas imposibles de pagar; pensemos en tragedias familiares que desbordan la capacidad de reacción del ser humano. El profeta Elías, igual que mujeres y hombres de todos los tiempos, se sintió aplastado por los acontecimientos y fue víctima de una depresión aguda que le hizo desear la muerte.

El relato bíblico nos dice que un ángel lo despertó, le ofreció alimento y lo invitó a levantarse; y esto en dos ocasiones:
Dios actúa de muchas maneras y se expresa a través de diversos instrumentos. En este relato se nos habla de un ángel; en la vida diaria, la Providencia amorosa de Dios se manifiesta a través de los padres, de la familia, de los amigos.
Si el profeta Elías no hubiera sido ayudado en la depresión y total indefensión en que se encontraba, ciertamente habría muerto. Él solo no hubiera sido capaz de sobrevivir a la crisis.

Este es el primer mensaje que nos comunica la liturgia de este domingo: los seres humanos somos frágiles, y las crisis pueden alcanzar tales dimensiones que nos incapacitan para reaccionar. Acudiendo a la imagen bíblica que hemos escuchado, de alguna manera debemos ser ángeles que ayudemos a reaccionar a quienes están hundidos en la desesperanza; colaboremos en la tarea de buscar el apoyo adecuado; pronunciemos una palabra de estímulo y esperanza.
Así pues, este texto del I Libro de los Reyes nos motiva a la solidaridad para tender la mano a todos aquellos que se sienten agobiados por la carga que llevan.

Además, este texto del I Libro de los Reyes tiene un profundo simbolismo eucarístico por su referencia al alimento: el pan que ofrece el ángel al profeta le permite recuperar las fuerzas para reemprender el camino; en la perspectiva del Nuevo Testamento, este pan ofrecido al profeta preanuncia el Pan de vida ofrecido por Jesús para nuestro viaje hacia la casa del Padre: “Yo soy el Pan vivo que ha bajado del cielo; el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida”.

Estas palabras del Señor nos confortan pues nos dicen que Él estará con nosotros en todas las circunstancias de la vida. Ahora bien, la certeza de la presencia del Señor no nos exime de nuestras responsabilidades en cuanto a utilizar todos los medios humanos para la superación de las crisis. No podemos caer en la trampa de quienes creen que la fe en el Señor resucitado los exime de trabajar. Ciertamente, debemos orar con fe y confianza, pero no esperemos que Dios hará la tarea que nos corresponde a nosotros. Si el problema que nos tiene al borde del precipicio es económico, busquemos la asesoría de los que saben de finanzas y no esperemos que Dios haga de banquero y nos refinancie la deuda; si el problema es causado por una depresión aguda, busquemos la ayuda del especialista y no pidamos a Dios que actúe como un antidepresivo…

Las lecturas de hoy nos motivan para nutrir nuestra vida espiritual con la oración y la participación eucarística de manera que tengamos fortaleza interior para afrontar los obstáculos que trae la vida. Acudamos a los medios espirituales y a las ayudas especializadas para salir adelante; y seamos como unos ángeles solidarios que ayudamos a nuestros hermanos a superar sus crisis existenciales.

RREFLEXIÓN DOMINICAL AGOSTO 12 DE 2012

REFLEXIÓN DOMINICAL
Juan 6, 41-51
AGOSTO 12 DE 2012
POR Hermann Rodríguez Osorio S.J.



Nadie puede venir a mi
si no lo trae el Padre

Una  de las experiencias más dolorosas en la vida es la de sentirse perdidos. Tal vez recordemos en nuestra propia historia personal, alguna situación en la que nos hayamos sentido despistados, abandonados, extraviados... No sólo metafóricamente perdidos sino, efectivamente, sin saber dónde está el norte, dónde están nuestras seguridades, nuestro rumbo, las personas que amamos y necesitamos para tener tranquilidad. No hay cosa que asuste más a un niño que sentirse perdido. ¿Cuántas veces no nos hemos perdido siendo niños? Nos soltamos un momento de la mano de la mamá o del papá y, de repente, nos damos cuenta de que estamos solos y asustados. No conocemos a nadie en medio de la plaza del pueblo, abarrotada de gente; nos sentimos solos en el mercado por el que van y vienen compradores y vendedores sin concierto; nos asustan, en el gran almacén, las aglomeraciones anónimas que nos ignoran... ¡Gran susto nos llevamos! Se nos perdió el puerto seguro, el ancla que nos mantenía atados a la historia, al pasado, al futuro y, sobre todo, al presente. Nos sentimos dando vueltas alrededor de lo mismo. Quedamos como volador sin palo, según el decir popular.

Cuando nos sentimos así, comenzamos a buscar desesperadamente un rastro de la persona o de alguna cosa que nos devuelva la tranquilidad y la seguridad. Pero, normalmente, existe una relación proporcional entre nuestra desesperación y la oscuridad que vamos sintiendo en nuestro reducido horizonte. Se cierran las ventanas de los sentidos y, a veces, no percibimos ni lo que es evidente ante nuestros ojos; de tal manera nos embotamos que ni siquiera oímos los llamados que nos hacen a través de los altavoces... Los minutos parecen horas y las horas, siglos... Tratamos de mantener la calma, pero no podemos; nos gana la confusión y perdemos del todo la paz interior. ¿Dónde buscar? ¿A quién pedir ayuda? ¿Cómo resolver esta situación? ¿Dónde se nos perdió el rastro?

Cuando un niño se pierde, tal vez lo peor que puede hacer es ponerse a buscar por sí mismo una salida del laberinto en el que se encuentra. Creo que le iría mejor si se tranquilizara y se dejara buscar por los mayores que, con mucha seguridad, estarán escudriñando por todas partes, con preocupación, tras su rastro. No parece una postura muy proactiva, pero si el niño se mueve mucho de sitio, es factible que termine jugando a las escondidas con los que lo están buscando. Por eso, lo más sencillo parece ser que el niño deje de buscar y más bien ‘se deje encontrar’. Esa persona que lo ama y lo extraña, no descansará hasta encontrarlo, para llevarlo a un lugar tranquilo donde pueda reposar y recuperarse del susto que ha tenido.

De estas cosas estaba hablando Jesús cuando dijo: “Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre, que me ha enviado”. Cuando nos perdemos por los caminos de nuestras vidas, no es fácil que volvamos a recuperar el rastro de Dios por nuestra propia iniciativa. Entre más buscamos y entre más desesperados estamos, se va haciendo más difícil encontrar la salida de nuestro propio laberinto interior. Por eso, sin llamar a una pasividad resignada, es importante recordar que el camino que nos conduce hasta Dios, supone una cierta actividad pasiva de dejarse encontrar por aquel que nos ama y que no descansará hasta encontrarnos, para llevarnos a un lugar tranquilo, junto a Él.