Homilía Dominical Octubre 30 de 2011
Por Gabriel Jaime Pérez, S.J.
Jesús y los primeros cristianos experimentaron una fuerte oposición por parte de los jefes religiosos del judaísmo. Entre estos jefes estaban los saduceos, pertenecientes a la casta sacerdotal, descendientes de la tribu de Leví -uno de los doce hijos de Jacob (siglo 18 a. C.)-. Derivaban su nombre de Sadoc, un antiguo sacerdote de la época del Salomón (siglo 10 a.C.). Se jactaban de su casta, despreciaban a la gente del pueblo y explotaban a los pobres comerciando con la religión. Ya el profeta Malaquías (siglo 5 a.C.), como dice la primera lectura (Malaquías 1, 14b-2,2b.8-10), dirigiéndose a los sacerdotes del templo recién reconstruido después del regreso de Babilonia, les había transmitido un reproche de parte de Dios por no cumplir debidamente su misión: “Ustedes se han apartado del camino, han hecho tropezar a muchos, han invalidado mi alianza…”
También figuraban entre los jefes religiosos los llamados fariseos, término que significa “separados” -es decir, incontaminados-, cuyos principales representantes eran los escribas, maestros o doctores que enseñaban en las sinagogas, lugares destinados a la instrucción de los judíos en las Sagradas Escrituras. Se consideraban merecedores de alabanza y de la recompensa divina por practicar la Ley o “Torá” que había promulgado Moisés en el siglo XII a. C., y un sinnúmero de prescripciones que hacían derivar de ella. A ellos se refiere Jesús en el Evangelio, señalando su hipocresía (no hacen lo que dicen, predican y no aplican), su intransigencia legalista (imponen cargas insoportables a los demás) y su soberbia (todo lo hacen para que los vea la gente: alargan sus filacterias -pequeños rollos de pergamino que simbolizaban la “Torá”-…; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias… y que la gente los llame “maestro”).
2.- No se dejen llamar “maestro”
Jesús también era llamado rabí (maestro) por sus discípulos. Sin embargo, nunca aparece en los Evangelios exigiendo que se le llame así. Sólo una vez aparece refiriéndose a este título, pero precisamente cuando acaba de lavarles los pies a sus discípulos inmediatamente antes de la última cena, para explicarles el sentido de lo que acaba de hacer, con una actitud diametralmente distinta de la farisaica: “Ustedes me llaman Maestro y Señor; y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, Señor y Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo, para que como yo he actuado, también ustedes actúen” (Juan 13, 13-15).
Frente a la pretensión de los fariseos que se preciaban de su título de maestros, Jesús aparece en los Evangelios llamándose a sí mismo hijo del hombre. Y aunque los estudiosos de la Biblia relacionan este apelativo con un texto del profeta Daniel (en las nubes del cielo venía como un hijo de hombre (…); le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran” -Dn 7, 13-14-), también podemos ver en él una muestra de la disposición de Jesús a ser tratado como un ser humano, sin pretensiones engreídas de superioridad. Este es precisamente el núcleo de la enseñanza que nos trae el Evangelio. No se trata de aplicar a la letra lo que dice como si tuviésemos que abolir todos los títulos y apelativos, pero sí de no basar en ellos el reconocimiento de las personas.
3.- El más grande se hará el servidor de ustedes… El que se humilla será enaltecido…
Jesús dice en otros pasajes evangélicos que Él actúa “como el que sirve” y que “el hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir”. El verdadero valor de lo que hacemos no está en los títulos, sino en la actitud constructiva de servicio. El valor de una profesión, por ejemplo, no está en el diploma que se enmarca visiblemente en una pared, sino en orientar el saber adquirido hacia el bien de los demás, sin buscar ser aplaudidos y alabados, sino ante todo la mayor gloria de Dios, que es el bien de todas sus criaturas.
Lo que dice Pablo en la segunda lectura (Tesalonicenses 2, 7b-9.13) contrasta con la actitud de los fariseos criticados por Jesús. Pablo mismo había sido fariseo antes de su conversión, y ahora invita a los primeros cristianos de la ciudad griega de Tesalónica a tener presente la actitud de servicio con la cual él y sus colaboradores los habían tratado, sin imponerles cargas insoportables: “Recuerden, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no ser gravosos a nadie…”. Así debemos proceder especialmente quienes tenemos la misión de educar: padres y madres de familia, profesores y profesoras en las instituciones educativas, ministros o servidores de la Iglesia.
“El que se humilla será enaltecido”, termina diciendo Jesús en el Evangelio. Esta sentencia se ha realizado ante todo en Él mismo, quien, como dice Pablo en otra carta (Filipenses 2, 6-11), “no estimó el ser igual a Dios como algo a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo…; y en la condición de hombre se humilló a sí mismo…; por lo cual Dios también lo exaltó y le dio un nombre que es sobre todo nombre”. Pidámosle pues al Señor que nos conceda la virtud de la humildad y la consecuente disposición de servicio a los demás, con preferencia por los más necesitados.