Domingo, Mayo 26 de
2013
Homilías de Fr. Nelson
Medina, O.P.
Solemnidad
de la Santísima Trinidad
Evangelio Según San Juan
Juan 16, 12-15
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Muchas cosas me
quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él,
el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no
será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir.
Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando.
Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo
mío y os lo anunciará."
1.
La Gloria de la Trinidad en la
Historia
1.1
El 9 de febrero del año 2000 el papa
Juan Pablo II nos regaló una reflexión preciosa sobre la presencia del misterio
trinitario en la historia. Ofrecemos un aparte
de su enseñanza, aunque la numeración aquí presentada es nuestra.
1.2
Trataremos de ilustrar esta
presencia de Dios en la historia, a la luz de la revelación trinitaria, que,
aunque se realizó plenamente en el Nuevo Testamento, ya se halla anticipada y
bosquejada en el Antiguo. Así pues, comenzaremos con el Padre, cuyas
características ya se pueden entrever en la acción de Dios que interviene en la
historia como padre tierno y solícito con respecto a los justos que acuden a
él. Él es "padre de los huérfanos y defensor de las viudas" (Sal 68,
6); también es padre en relación con el pueblo rebelde y pecador.
1.3
Dos páginas proféticas de
extraordinaria belleza e intensidad presentan un delicado soliloquio de Dios
con respecto a sus "hijos descarriados" (Dt 32, 5). Dios manifiesta
en él su presencia constante y amorosa en el entramado de la historia humana.
En Jeremías el Señor exclama: "Yo soy para Israel un padre (...) ¿No es mi
hijo predilecto, mi niño mimado? Pues cuantas veces trato de amenazarlo, me
acuerdo de él; por eso se conmueven mis entrañas por él, y siento por él una
profunda ternura" (Jr 31, 9. 20). La otra estupenda confesión de Dios se
halla en Oseas: "Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi
hijo. (...) Yo le enseñé a caminar, tomándolo por los brazos, pero no reconoció
mis desvelos por curarlo. Los atraía con vínculos de bondad, con lazos de amor,
y era para ellos como quien alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba
hacia él y le daba de comer. (...) Mi corazón está en mí trastornado, y se han
conmovido mis entrañas" (Os 11, 1. 3-4. 8)
2.
Junto a nosotros.
2.1
Continúa enseñándonos el papa Juan
Pablo II.
2.2
De los anteriores pasajes de la
Biblia debemos sacar como conclusión que Dios Padre de ninguna manera es
indiferente frente a nuestras vicisitudes. Más aún, llega incluso a enviar a su
Hijo unigénito, precisamente en el centro de la historia, como lo atestigua el
mismo Cristo en el diálogo nocturno con Nicodemo: "Tanto amó Dios al mundo
que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca,
sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3, 16-17). El
Hijo se inserta dentro del tiempo y del espacio como el centro vivo y
vivificante que da sentido definitivo al flujo de la historia, salvándola de la
dispersión y de la banalidad. Especialmente hacia la cruz de Cristo, fuente de
salvación y de vida eterna, converge toda la humanidad con sus alegrías y sus
lágrimas, con su atormentada historia de bien y mal: "Cuando sea levando
de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). Con una frase
lapidaria la carta a los Hebreos proclamará la presencia perenne de Cristo en
la historia: "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8).
2.3
Para descubrir debajo del flujo de
los acontecimientos esta presencia secreta y eficaz, para intuir el reino de
Dios, que ya se encuentra entre nosotros (cf. Lc 17, 21), es necesario ir más
allá de la superficie de las fechas y los eventos históricos. Aquí entra en
acción el Espíritu Santo. Aunque el Antiguo Testamento no presenta aún una
revelación explícita de su persona, se le pueden "atribuir" ciertas
iniciativas salvíficas. Es él quien mueve a los jueces de Israel (cf. Jc 3,
10), a David (cf. 1 S 16, 13), al rey Mesías (cf. Is 11, 1-2; 42, 1), pero
sobre todo es él quien se derrama sobre los profetas, los cuales tienen la
misión de revelar la gloria divina velada en la historia, el designio del Señor
encerrado en nuestras vicisitudes. El profeta Isaías presenta una página de
gran eficacia, que recogerá Cristo en su discurso programático en la sinagoga
de Nazaret: "El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, pues Yahveh me ha
ungido, me ha enviado a predicar la buena nueva a los pobres, a sanar los
corazones quebrantados, a anunciar a los cautivos la liberación, y a los
reclusos la libertad, y a promulgar el año de gracia de Yahveh" (Is 61,
1-2; cf. Lc 4, 18-19).
2.4
El Espíritu de Dios no sólo revela
el sentido de la historia, sino que también da fuerza para colaborar en el
proyecto divino que se realiza en ella. A la luz del Padre, del Hijo y del Espíritu,
la historia deja de ser una sucesión de acontecimientos que se disuelven en el
abismo de la muerte; se transforma en un terreno fecundado por la semilla de la
eternidad, un camino que lleva a la meta sublime en la que "Dios será todo
en todos" (1 Co 15, 28). El jubileo, que evoca "el año de
gracia" anunciado por Isaías e inaugurado por Cristo, quiere ser la
epifanía de esta semilla y de esta gloria, para que todos esperen, sostenidos
por la presencia y la ayuda de Dios, en un mundo nuevo, más auténticamente
cristiano y humano.
2.5
Así pues, cada uno de nosotros, al
balbucear algo del misterio de la Trinidad operante en nuestra historia, debe
hacer suyo el asombro adorante de san Gregorio Nacianceno, teólogo y poeta,
cuando canta: "Gloria a Dios Padre y al Hijo, rey del universo. Gloria al
Espíritu, digno de alabanza y todo santo. La Trinidad es un solo Dios, que creó
y llenó todas las cosas..., vivificándolo todo con su Espíritu, para que cada
criatura rinda homenaje a su Creador, causa única del vivir y del durar. La
criatura racional, más que cualquier otra, lo debe celebrar siempre como gran
Rey y Padre bueno" (Poemas dogmáticos, XXI, Hymnus alias: PG 37, 510-511).