HOMILIA DOMINICAL
20 de Octubre de 2013
Por: Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
“(...) orar siempre
sin desanimarse”
Hace algunos
meses recibí este mensaje:
“No hay que ser agricultor para saber que una buena
cosecha requiere de buena semilla, buen abono y riego constante. También es
obvio que quien cultiva la tierra no se para impaciente frente a la semilla
sembrada, jalándola con el riesgo de echarla a perder, gritándole con todas
sus fuerzas: ¡Crece, maldita seas!
Hay algo muy curioso que sucede con el bambú japonés
y que lo transforma en no apto para impacientes: Siembras la semilla, la
abonas, y te ocupas de regarla constantemente. Durante los primeros meses no
sucede nada apreciable. En realidad, no pasa nada con la semilla durante los
primeros siete años, a tal punto que, un cultivador inexperto estaría
convencido de haber comprado semillas infértiles. Sin embargo, durante el
séptimo año, en un período de sólo seis semanas la planta de bambú crece
¡más de 30 metros! ¿Tardó sólo seis semanas en crecer? No, la verdad es que
se tomó siete años y seis semanas en desarrollarse.
Durante los primeros siete años de aparente
inactividad, este bambú estaba generando un complejo sistema de raíces que le
permitirían sostener el crecimiento que iba a tener después de siete años.
Sin embargo, en la vida cotidiana, muchas veces queremos encontrar soluciones
rápidas y triunfos apresurados, sin entender que el éxito es simplemente
resultado del crecimiento interno y que éste requiere tiempo. Quizás por la
misma impaciencia, muchos de aquellos que aspiran a resultados en corto plazo,
abandonan súbitamente justo cuando ya estaban a punto de conquistar la meta.
Es tarea difícil convencer al impaciente que solo llegan al éxito aquellos
que luchan en forma perseverante y coherente y saben esperar el momento
adecuado”.
”De igual
manera, es necesario entender que en muchas ocasiones estaremos frente a
situaciones en las que creemos que nada está sucediendo. Y esto puede ser
extremadamente frustrante. En esos momentos, que todos tenemos, recordar el
ciclo de maduración del bambú japonés y aceptar que, en tanto no bajemos los
brazos ni abandonemos por no "ver" el resultado que esperamos, si
está sucediendo algo dentro nuestro: estamos creciendo, madurando.
Quienes no se
dan por vencidos, van gradual e imperceptiblemente creando los hábitos y el
temple que les permitirá sostener el éxito cuando éste al fin se
materialice. El triunfo no es más que un proceso que lleva tiempo y
dedicación. Un proceso que exige aprender nuevos hábitos y nos obliga a
descartar otros. Un proceso que exige cambios, acción y formidables dotes de
paciencia. Tiempo... Cómo nos cuestan las esperas. Qué poco ejercitamos la
paciencia en este mundo agitado en el que vivimos... Apuramos a nuestros hijos
en su crecimiento, apuramos al chofer del taxi... nosotros mismos hacemos las
cosas apurados, no se sabe bien por qué... Perdemos la fe cuando los
resultados no se dan en el plazo que esperábamos, abandonamos nuestros
sueños, nos generamos patologías que provienen de la ansiedad, del estrés...
¿Para qué?”
La parábola
de la viuda y el juez, que nos trae hoy la liturgia de la Palabra es un bello
ejemplo de esto, aplicado a la vida de oración del cristiano:
“Había en un pueblo un juez que ni temía a Dios ni
respetaba a los hombres. En el mismo pueblo había también una viuda que
tenía un pleito y que fue al juez a pedirle justicia contra su adversario.
Durante mucho tiempo el juez no quiso atenderla, pero después pensó: ‘Aunque
ni temo a Dios ni respeto a los hombres, sin embargo, como esta viuda no deja
de molestarme, la voy a defender, para que no siga viniendo y acabe con mi
paciencia’. Y el Señor añadió: ‘Esto es lo que dijo el juez malo. Pues bien,
¿acaso Dios no defenderá a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Los
hará esperar? Les digo que los defenderá sin demora. Pero cuando el Hijo del
hombre venga, ¿encontrará todavía fe en la tierra?”
La propuesta
del Señor es que tratemos de recuperar:
la
perseverancia,
la espera,
la
aceptación.
Estamos
llamados a gobernar aquella toxina llamada impaciencia; la misma que nos
envenena el alma con sus prisas y afanes de cada día. Si no conseguimos lo que
anhelamos, no deberíamos desesperarnos... quizá sólo estemos echando raíces...