Juan 10, 11-18
Por Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Por Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
"El Buen Pastor"
“Nadie me quita la vida,
sino que yo la doy por mi propia voluntad”
“Noche de luna llena en el desierto Samburu. Las
Ilakir de Enkai (en lengua samburu, las estrellas que son los ojos de Dios) se
han escondido. ¡Bienvenida la Hermana muerte! La fiebre me sube intensamente.
No hay posibilidad de ir hasta el hospital de Wamba... Como de costumbre
nuestro Toyota está dañado. Siento una intensidad grande, alegre ante la
muerte. He vivido apasionadamente el amor por la humanidad y por el proyecto de
Jesús... Muero plenamente feliz... Cometí errores, hice sufrir personas...
¡Espero su perdón! Qué bueno morir como los más pobres y marginados... sin
posibilidad de llegar al hospital... Qué bueno que nadie siga muriendo así.
¡Ojalá ustedes se comprometan a esto! ¡Un abrazo intenso de amor para todos y
para todas!”
Estas fueron las últimas palabras que escribió,
de su puño y letra, el P. Carlos Alberto Calderón, sacerdote de la
Arquidiócesis de Medellín, que se fue de misionero a Kenya a fines de 1994.
Alcanzó a estar entre los Samburus, cerca de Barsaloi, algo más de un año.
Después de unos meses de aprendizaje de la lengua, el kisamburu, y de
acercamiento a esta nueva cultura que lo esperaba a sus 46 años de edad, cayó
enfermo el 28 de febrero de 1996; esa noche escribió la carta de despedida que
está más arriba. La fiebre le llegó a 39 grados. Dos días después fue
trasladado a Wamba para ser atendido de una malaria cerebral. Ese mismo día la
fiebre le subió a 42.2 grados y entró en coma. Al día siguiente, lo llevaron en
una avioneta hasta Nairobi para tratarlo en una unidad de cuidados intensivos,
pero el daño ya estaba hecho... Le detectaron una lesión cerebral muy severa.
El lunes 25 de marzo, después de un común acuerdo para respetar el derecho a
morir dignamente que Carlos Alberto había firmado y siempre había defendido, la
familia le exige al médico que le desconecte todos los aparatos y no le
prolongue artificialmente la vida. Así duró varios días más, debatiéndose entre
la vida y la muerte. Por fin, el 5 de abril, Viernes Santo aquel año, nació
definitivamente para la vida eterna, dejando entre sus familiares, amigos y
conocidos, un testimonio transparente de entrega a Dios y a su pueblo.
Es curioso que en su última carta común, enviada a sus
familiares y amigos en diciembre de 1995, decía: “De Nairobi, la capital de
Kenya, estamos a 550 kms. (...) por carretera destapada en pésimo estado (...).
A 85 kms. está Wamba, un pequeño casería Samburu en donde un grupo italiano de
solidaridad, en unión con la diócesis de Marsabit, construyó hace más de 20
años un gran hospital (...). Este hospital es un verdadero milagro de la
solidaridad, aquella a la que algún escritor latinoamericano llamara ‘La
ternura de los pueblos’. Si no fuera por este hospital, muchísima gente habría
muerto y la población Samburu estaría diezmada, pues esta es una zona con alto
riesgo de enfermedades como la Malaria, el polio, la tuberculosis, el paludismo
cerebral, etc., y la asistencia en salud por parte del gobierno es pésima
(...). Es precisamente en este hospital de Wamba a donde nosotros trasladamos
los enfermos graves en el carro de la misión, casi el único vehículo que
circula por estos lados. Allí también tenemos asistencia gratuita todos los
sacerdotes, religiosas y laicos que trabajamos en la diócesis de Marsabit; les
contamos esto para que se tranquilicen, pues ante algún eventual problema de
salud podemos acudir a este hospital”.
Pienso en Carlos Alberto cuando leo este texto evangélico
sobre el Buen Pastor: “El buen pastor da su vida por sus ovejas (...). Así como
mi Padre me conoce a mí y yo conozco a mi Padre, así también yo conozco a mis
ovejas y ellas me conocen a mí. (...). El Padre me ama porque yo doy mi vida
para volverla a recibir. Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por mi
propia voluntad”. Carlos Alberto Calderón entregó su vida generosa y totalmente
en la misión entre los Samburu en Kenya. Seguir al Buen Pastor es entregar la
vida allí donde nos ha tocado vivir o donde Él nos envíe en misión... Porque,
en último término, como dice un cantautor latinoamericano: “La vida no vale
nada, si no es para perecer, porque otros puedan tener, lo que uno disfruta y
ama...”.