Natividad del Señor
25 Diciembre 2012
Tomado De: http://www.paulinas.org
Evangelio
Jn 1,1-18 (breve: 1,1-5.9-14)
En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra
estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba
junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada
de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los
hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibe. La Palabra
era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo
estaba, el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su
casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder
para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre,
ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne
y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo
único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Palabra creadora
y Palabra salvadora
La aparición
de una nueva vida humana es siempre un momento-síntesis: pone en movimiento, a
partir de la pequeñez más inerme y delicada, un dinamismo del que nadie conoce
el desarrollo: ¿Qué será este niño? ¿Qué puesto ocupará en el concierto de la
historia? La pregunta nos concierne a todos, pues cada uno de nosotros ha sido
niño y, según el espíritu evangélico, debe continuar siéndolo para entrar en el
Reino: ¿Quién será –quién es– aquel niño que fui yo? ¿Qué trayectoria estoy
siguiendo? Si, volviendo por el «túnel del tiempo», me encontrara con el niño
que fui, ¿lo reconocería? ¿Me reconocería él a mí? Aquí tenemos una pregunta
muy navideña y comprometida. Este aspecto tan humano, tan a la intemperie, toca
también a Jesús, el Niño de Belén, que conocemos por lo que de mayor llegará a
ser para nosotros. Hoy la revelación nos descubre el misterio de su procedencia
arcana. Toda la comunicación de Dios nos llega mediante esta «Palabra», en la
que Él viene a nuestro encuentro trayéndonos la plenitud de la gracia y de la
verdad.
Frase del día
Te adoramos
emocionados, Señor Jesús, en el misterio de tu encarnación. Bajas a nosotros,
hecho niño, para elevarnos contigo. Queremos acogerte y unirnos a ti.
HOMILÍA DE BENEDICTO XVI EN LA
NOCHEBUENA
“Jesucristo, tú que has nacido en
Belén”, “entra en mí, en mi alma”
CIUDAD DEL VATICANO
24 de diciembre de 2009
Homilía que pronunció Benedicto XVI en la Misa
del Gallo de la Noche Buena, celebrada en la Basílica de San Pedro.
Queridos hermanos y hermanas:
"Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha
dado" (Is 9,5). Lo que, mirando desde lejos hacia el futuro, dice Isaías a
Israel como consuelo en su angustia y oscuridad, el Ángel, del que emana una
nube de luz, lo anuncia a los pastores como ya presente: "Hoy, en la
ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor" (Lc 2,11).
El Señor está presente. Desde este momento, Dios es realmente un "Dios con
nosotros". Ya no es el Dios lejano que, mediante la creación y a través de
la conciencia, se puede intuir en cierto modo desde lejos. Él ha entrado en el
mundo. Es quien está a nuestro lado. Cristo resucitado lo dijo a los suyos, nos
lo dice a nosotros: "Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta
el fin del mundo" (Mt 28,20). Por vosotros ha nacido el Salvador: lo que
el Ángel anunció a los pastores, Dios nos lo vuelve a decir ahora por medio del
Evangelio y de sus mensajeros. Ésta es una noticia que no puede dejarnos
indiferentes. Si es verdadera, todo cambia. Si es cierta, también me afecta a
mí. Y, entonces, también yo debo decir como los pastores: Vayamos, quiero ir
derecho a Belén y ver la Palabra que ha sucedido allí. El Evangelio no nos
narra la historia de los pastores sin motivo. Ellos nos enseñan cómo responder
de manera justa al mensaje que se dirige también a nosotros. ¿Qué nos dicen,
pues, estos primeros testigos de la encarnación de Dios?.
Ante todo, se dice que los pastores eran personas
vigilantes, y que el mensaje les pudo llegar precisamente porque estaban
velando. Nosotros hemos de despertar para que nos llegue el mensaje. Hemos de
convertirnos en personas realmente vigilantes. ¿Qué significa esto? La
diferencia entre uno que sueña y uno que está despierto consiste ante todo en que,
quien sueña, está en un mundo muy particular. Con su yo, está encerrado en este
mundo del sueño que, obviamente, es solamente suyo y no lo relaciona con los
otros. Despertarse significa salir de dicho mundo particular del yo y entrar en
la realidad común, en la verdad, que es la única que nos une a todos. El
conflicto en el mundo, la imposibilidad de conciliación recíproca, es
consecuencia del estar encerrados en nuestros propios intereses y en las
opiniones personales, en nuestro minúsculo mundo privado. El egoísmo, tanto del
grupo como el individual, nos tiene prisionero de nuestros intereses y deseos,
que contrastan con la verdad y nos dividen unos de otros. Despertad, nos dice
el Evangelio. Salid fuera para entrar en la gran verdad común, en la comunión
del único Dios. Así, despertarse significa desarrollar la sensibilidad para con
Dios; para los signos silenciosos con los que Él quiere guiarnos; para los
múltiples indicios de su presencia. Hay quien dice "no tener
religiosamente oído para la música". La capacidad perceptiva para con Dios
parece casi una dote para la que algunos están negados. Y, en efecto, nuestra
manera de pensar y actuar, la mentalidad del mundo actual, la variedad de
nuestras diversas experiencias, son capaces de reducir la sensibilidad para con
Dios, de dejarnos "sin oído musical" para Él. Y, sin embargo, de modo
oculto o patente, en cada alma hay un anhelo de Dios, la capacidad de
encontrarlo. Para conseguir esta vigilancia, este despertar a lo esencial,
roguemos por nosotros mismos y por los demás, por los que parecen "no
tener este oído musical" y en los cuales, sin embargo, está vivo el deseo
de que Dios se manifieste. El gran teólogo Orígenes dijo: si yo tuviera la
gracia de ver como vio Pablo, podría ahora (durante la Liturgia) contemplar un
gran ejército de Ángeles (cf. In Lc 23,9). En efecto, en la sagrada Liturgia,
los Ángeles de Dios y los Santos nos rodean. El Señor mismo está presente entre
nosotros. Señor, abre los ojos de nuestro corazón, para que estemos vigilantes y
con ojo avizor, y podamos llevar así tu cercanía a los demás.
Volvamos al Evangelio de Navidad. Nos dice que los
pastores, después de haber escuchado el mensaje del Ángel, se dijeron uno a
otro: "Vamos derechos a Belén... Fueron corriendo" (Lc 2,15s.). Se
apresuraron, dice literalmente el texto griego. Lo que se les había anunciado
era tan importante que debían ir inmediatamente. En efecto, lo que se les había
dicho iba mucho más allá de lo acostumbrado. Cambiaba el mundo. Ha nacido el
Salvador. El Hijo de David tan esperado ha venido al mundo en su ciudad. ¿Qué
podía haber de mayor importancia? Ciertamente, les impulsaba también la
curiosidad, pero sobre todo la conmoción por la grandeza de lo que se les había
comunicado, precisamente a ellos, los sencillos y personas aparentemente
irrelevantes. Se apresuraron, sin demora alguna. En nuestra vida ordinaria las
cosas no son así. La mayoría de los hombres no considera una prioridad las
cosas de Dios, no les acucian de modo inmediato. Y también nosotros, como la
inmensa mayoría, estamos bien dispuestos a posponerlas. Se hace ante todo lo
que aquí y ahora parece urgente. En la lista de prioridades, Dios se encuentra
frecuentemente casi en último lugar. Esto - se piensa - siempre se podrá hacer.
Pero el Evangelio nos dice: Dios tiene la máxima prioridad. Así, pues, si algo
en nuestra vida merece premura sin tardanza, es solamente la causa de Dios. Una
máxima de la Regla de San Benito, reza: "No anteponer nada a la obra de
Dios (es decir, al Oficio divino)". Para los monjes, la liturgia es lo
primero. Todo lo demás va después. Y en lo fundamental, esta frase es válida
para cada persona. Dios es importante, lo más importante en absoluto en nuestra
vida. Ésta es la prioridad que nos enseñan precisamente los pastores. Aprendamos
de ellos a no dejarnos subyugar por todas las urgencias de la vida cotidiana.
Queremos aprender de ellos la libertad interior de poner en segundo plano otras
ocupaciones - por más importantes que sean - para encaminarnos hacia Dios, para
dejar que entre en nuestra vida y en nuestro tiempo. El tiempo dedicado a Dios
y, por Él, al prójimo, nunca es tiempo perdido. Es el tiempo en el que vivimos
verdaderamente, en el que vivimos nuestro ser personas humanas.
Algunos comentaristas hacen notar que los pastores,
las almas sencillas, han sido los primeros en ir a ver a Jesús en el pesebre y
han podido encontrar al Redentor del mundo. Los sabios de Oriente, los
representantes de quienes tienen renombre y alcurnia, llegaron mucho más tarde.
Y los comentaristas añaden que esto es del todo obvio. En efecto, los pastores
estaban allí al lado. No tenían más que "atravesar" (cf. Lc 2,15),
como se atraviesa un corto trecho para ir donde un vecino. Por el contrario,
los sabios vivían lejos. Debían recorrer un camino largo y difícil para llegar
a Belén. Y necesitaban guía e indicaciones. Pues bien, también hoy hay almas
sencillas y humildes que viven muy cerca del Señor. Por decirlo así, son sus
vecinos, y pueden ir a encontrarlo fácilmente. Pero la mayor parte de nosotros,
hombres modernos, vive lejos de Jesucristo, de Aquel que se ha hecho hombre,
del Dios que ha venido entre nosotros. Vivimos en filosofías, en negocios y
ocupaciones que nos llenan totalmente y desde las cuales el camino hasta el
pesebre es muy largo. Dios debe impulsarnos continuamente y de muchos modos, y
darnos una mano para que podamos salir del enredo de nuestros pensamientos y de
nuestros compromisos, y así encontrar el camino hacia Él. Pero hay sendas para
todos. El Señor va poniendo hitos adecuados a cada uno. Él nos llama a todos,
para que también nosotros podamos decir: ¡Ea!, emprendamos la marcha, vayamos a
Belén, hacia ese Dios que ha venido a nuestro encuentro. Sí, Dios se ha
encaminado hacia nosotros. No podríamos llegar hasta Él sólo por nuestra
cuenta. La senda supera nuestras fuerzas. Pero Dios se ha abajado. Viene a
nuestro encuentro. Él ha hecho el tramo más largo del recorrido. Y ahora nos
pide: Venid a ver cuánto os amo. Venid a ver que yo estoy aquí. Transeamus
usque Bethleem, dice la Biblia latina. Vayamos allá. Superémonos a nosotros
mismos. Hagámonos peregrinos hacia Dios de diversos modos, estando
interiormente en camino hacia Él. Pero también a través de senderos muy
concretos, en la Liturgia de la Iglesia, en el servicio al prójimo, en el que
Cristo me espera.
Escuchemos directamente el Evangelio una vez más. Los
pastores se dicen uno a otro el motivo por el que se ponen en camino:
"Veamos qué ha pasado". El texto griego dice literalmente:
"Veamos esta Palabra que ha ocurrido allí". Sí, ésta es la novedad de
esta noche: se puede mirar la Palabra, pues ésta se ha hecho carne. Aquel Dios
del que no se debe hacer imagen alguna, porque cualquier imagen sólo
conseguiría reducirlo, e incluso falsearlo, este Dios se ha hecho, él mismo,
visible en Aquel que es su verdadera imagen, como dice San Pablo (cf. 2 Co 4,4;
Col 1,15). En la figura de Jesucristo, en todo su vivir y obrar, en su morir y
resucitar, podemos ver la Palabra de Dios y, por lo tanto, el misterio del
mismo Dios viviente. Dios es así. El Ángel había dicho a los pastores:
"Aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado
en un pesebre" (Lc 2,12; cf. 16). La señal de Dios, la señal que ha dado a
los pastores y a nosotros, no es un milagro clamoroso. La señal de Dios es su
humildad. La señal de Dios es que Él se hace pequeño; se convierte en niño; se
deja tocar y pide nuestro amor. Cuánto desearíamos, nosotros los hombres, un
signo diferente, imponente, irrefutable del poder de Dios y su grandeza. Pero
su señal nos invita a la fe y al amor, y por eso nos da esperanza: Dios es así.
Él tiene el poder y es la Bondad. Nos invita a ser semejantes a Él. Sí, nos
hacemos semejantes a Dios si nos dejamos marcar con esta señal; si aprendemos
nosotros mismos la humildad y, de este modo, la verdadera grandeza; si
renunciamos a la violencia y usamos sólo las armas de la verdad y del amor.
Orígenes, siguiendo una expresión de Juan el Bautista, ha visto expresada en el
símbolo de las piedras la esencia del paganismo: paganismo es falta de
sensibilidad, significa un corazón de piedra, incapaz de amar y percibir el
amor de Dios. Orígenes dice que los paganos, "faltos de sentimiento y de
razón, se transforman en piedras y madera" (In Lc 22,9). Cristo, en cambio,
quiere darnos un corazón de carne. Cuando le vemos a Él, al Dios que se ha
hecho niño, se abre el corazón. En la Liturgia de la Noche Santa, Dios viene a
nosotros como hombre, para que nosotros nos hagamos verdaderamente humanos.
Escuchemos de nuevo a Orígenes: "En efecto, ¿para qué te serviría que
Cristo haya venido hecho carne una vez, si Él no llega hasta tu alma? Oremos
para venga a nosotros cotidianamente y podamos decir: vivo yo, pero no soy yo,
es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20)" (In Lc 22,3).
Sí, por esto
queremos pedir en esta Noche Santa. Señor Jesucristo, tú que has nacido en
Belén, ven con nosotros. Entra en mí, en mi alma. Transfórmame. Renuévame. Haz
que yo y todos nosotros, de madera y piedra, nos convirtamos en personas vivas,
en las que tu amor se hace presente y el mundo es transformado.