Homilía Dominical
27 de Octubre de 2013
Por:
Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J.
Lucas 18,
9-14
En aquel
tiempo, a propósito de algunos que, teniéndose por justos, se sentían
seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:
«Dos hombres
subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano.
El fariseo,
erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no
soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano.
Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo."
El publicano,
en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo,
sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este
pecador."
Les digo que
éste bajó a su casa justificado, y aquél no.
Porque todo
el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
1.
Dos actitudes contrapuestas:
·
la arrogancia del fariseo
·
y la humildad del publicano
En la
parábola del Evangelio nos presenta Jesús dos actitudes contrapuestas. Para
la secta religiosa de los fariseos (término proveniente del hebreo que
significa separados, segregados e incontaminados) lo que justificaba o hacía
válida la conducta humana ante Dios era no sólo el cumplimento de sus
mandamientos, sino la práctica de unos ritos externos, por la cual ellos se
creían justos y santos, despreciando a los publicanos o recaudadores públicos
del tributo impuesto por el imperio romano, que además de colaborar con el
dominio extranjero solían obtener ganancias en forma deshonesta.
La pretendida
acción de gracias del fariseo es falsa, porque se atribuye a sí mismo todo el
mérito de su conducta. Su arrogancia implica el desprecio de “los demás”, a
quienes desprecia y descalifica. El publicano, en cambio, quedándose atrás,
postrado y con su cabeza inclinada, reconoce su propia condición realizando un
acto de contrición sincero y humilde que es un ejemplo de oración para todos
los tiempos: "¡Oh Dios!, ten compasión de
este pecador."
La
conclusión de la parábola del fariseo y el publicano es contundente: no son
quienes exhiben orgullosamente sus méritos, sino los que reconocen
humildemente su necesidad de salvación, quienes resultan justificados, o sea
reconocidos y aceptados por Dios. Es la misma idea de la primera lectura,
tomada del Eclesiástico (35, 15b-17.20-22a) -también llamado Sirácida por
ser su autor Yoshua Ben Sirac-, y escrito hacia el año 190 A.C.:
“La oración
del humilde atraviesa las nubes”: y del Salmo 33 en uno de sus versos: “El
Señor... levanta a las almas abatidas”. Y por eso mismo Albert Einstein, uno
de los más grandes científicos del siglo XX, escribió esta frase memorable
que expresa en qué consiste la verdadera grandeza del ser humano:
“El hombre
sólo es grande cuando está de rodillas ante Dios”.
2. Toda
oración verdadera y válida supone una actitud humilde
Existen
distintas modalidades de oración según el contenido de lo que expresamos:
-
La oración de alabanza y agradecimiento a Dios como
creador, salvador y santificador;
- La oración
de ofrecimiento a Dios de lo que somos y tenemos;
-
La oración de petición por uno mismo o por otras
personas;
-
La oración de arrepentimiento por los pecados con una
actitud de conversión a Dios.
Todas estas
modalidades fueron empleadas por Jesús -incluso la de arrepentimiento, no por
pecados propios porque en Él no hubo pecado, pero sí por los de la humanidad,
de la cual quiso Él como Hijo de Dios hacer parte, siendo verdadero hombre y
cargando sobre sí el pecado del mundo-. Él mismo les enseñó a sus
discípulos a orar de distintas maneras. Sin embargo, todas ellas requieren de
una actitud sin la cual ninguna oración es válida ante Dios: la actitud
humilde de quien se reconoce necesitado de salvación.
María
santísima, en quien tampoco hubo pecado, alaba a Dios en su canto conocido
como el Magníficat y consignado en otro lugar por el mismo autor del Evangelio
de hoy, porque derriba de sus tronos a los poderosos y enaltece a los humildes
(Lucas 1, 52). Es en otras palabras lo mismo que dice Jesús al final de la
parábola del fariseo y el publicano: “todo el que se enaltece será humillado,
y el que se humilla será enaltecido.”
3. Reconocer
con humildad nuestra debilidad humana y la misericordia de Dios
En la
liturgia eucarística hay varios momentos en los que pedimos perdón:
-
Al comenzar, decimos el Yo confieso u otras fórmulas
penitenciales seguidas por la invocación Señor ten piedad.
- Después, el
himno que empieza con la frase Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a
los hombres que ama el Señor, conjuga la alabanza con la súplica de
misericordia: Tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.
- Y finalmente
el Padre nuestro, el Cordero de Dios y el Señor yo no soy digno, son asimismo
oraciones que expresan el reconocimiento de nuestra necesidad de la
misericordia divina, no por sentimientos enfermizos de culpa que llevan a la autodestrucción,
sino por la aceptación de nuestra necesidad de ser salvados por Dios.
En la segunda
lectura, el apóstol Pablo, que había sido fariseo antes de su conversión, le
expresa a su amigo y discípulo Timoteo (2 Tm 4, 6-8.16-18) la satisfacción
que él siente por el deber cumplido en el desempeño de su misión y la
esperanza en el premio que Dios le tiene preparado.
Pero no con
la jactancia arrogante del soberbio, sino con la humildad de quien reconoce que
ha realizado las tareas encomendadas no exclusivamente por sus propias fuerzas,
sino gracias a la misericordia y al poder del amor de Dios: el Señor me ayudó
y me dio fuerzas; me libró, seguirá librándome de todo mal y me salvará.
Dispongamos nosotros nuestras mentes y nuestros corazones
para orar y proceder siempre con una actitud humilde, reconociendo al mismo
tiempo nuestra condición humana de pecadores necesitados de la gracia y de la
misericordia de Dios.-