Domingo 13 de mayo de 2012
Juan 15, 9-17
Por Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
El 10 de octubre
de 1982, en la gran plaza de san Pedro de Roma, el papa Juan Pablo II canonizó
a: Maximiliano Kolbe, sacerdote franciscano, nacido el 8 de enero de 1894 en la
ciudad de Zdunska Wola. Estuvo presente en este acto un testigo excepcional: Franciszek
Gajowniczek, un polaco ya anciano que, cuarenta y un años antes, había salvado
su vida en el campo de concentración de Auschwitz, gracias al heroico gesto del
nuevo santo.
Este hombre
cuenta así su experiencia de aquel verano de 1941: “Yo era un veterano en el
campo de Auschwitz; tenía en mi brazo tatuado el número de inscripción: 5659.
Una noche, al pasar los guardianes lista, uno de nuestros compañeros no
respondió cuando leyeron su nombre. Se dio al punto la alarma: los oficiales
del campo desplegaron todos los dispositivos de seguridad; salieron patrullas
por los alrededores. Aquella noche nos fuimos angustiados a nuestros
barracones. Los dos mil internados en nuestro pabellón sabíamos que nuestra
alternativa era bien trágica; si no lograban dar con el escapado, acabarían con
diez de nosotros. A la mañana siguiente nos hicieron formar a todos los dos mil
y nos tuvieron en posición de firmes desde las primeras horas hasta el
mediodía. Nuestros cuerpos estaban debilitados al máximo por el trabajo y la
escasísima alimentación. Muchos del grupo caían exánimes bajo aquel sol
implacable. Hacia las tres nos dieron algo de comer y volvimos a la posición de
firmes hasta la noche. El coronel Fritsch volvió a pasar lista y anunció que
diez de nosotros seríamos ajusticiados”.
A la mañana
siguiente, Franciszek Gajowniczek fue uno de los diez elegidos por el coronel
de la SS para ser ajusticiados en represalia por el escapado. Cuando Franciszek
salió de su fila, después de haber sido señalado por el coronel, musitó estas
palabras: “Pobre esposa mía; pobres hijos míos”. El P. Maximiliano estaba cerca
y oyó estas palabras. Enseguida, dio un paso adelante y le dijo al coronel:
“Soy un sacerdote católico polaco, estoy ya viejo. Querría ocupar el puesto de
ese hombre que tiene esposa e hijos”. Su ofrecimiento fue aceptado por el
oficial nazi y Maximiliano Kolbe, que tenía entonces 47 años, fue condenado,
junto con otros nueve prisioneros, a morir de hambre. Tres semanas después, el
único prisionero que seguía vivo era el P. Kolbe, de modo que le fue aplicada
una inyección letal que terminó definitivamente con su vida. Maximiliano Kolbe
había vivido su ministerio pastoral en Polonia y Japón, donde había pasado
cinco años como misionero.
Con este gesto
sellaba una vida de entrega permanente.
Jesús nos invita
a amarnos como Él nos ama: “Mi
mandamiento es este: Que se amen unos a otros como yo los he amado a ustedes”.
Y en seguida explica lo que esto significa: “El amor más grande que uno puede tener es dar su vida por sus amigos”.
Es decir, que el amor que Jesús nos tiene es un amor capaz de entregar la
propia vida para que los demás vivan. Esa es la tarea de todos los que queremos
seguir a Jesús. Esta es la fuente de nuestra alegría: “Les hablo así para que
se alegren conmigo y su alegría sea completa”. No siempre se tratará de
situaciones tan extremas como las que vivió san Maximiliano Kolbe, pero siempre
el amor pasa por la entrega de la propia vida.