REFLEXIÓN DOMINICAL
Juan 6, 41-51
AGOSTO 12 DE 2012
POR Hermann Rodríguez Osorio S.J.
“Nadie puede venir a mi
si no lo trae el Padre”
Una de
las experiencias más dolorosas en la vida es la de sentirse perdidos. Tal vez
recordemos en nuestra propia historia personal, alguna situación en la que nos
hayamos sentido despistados, abandonados, extraviados... No sólo
metafóricamente perdidos sino, efectivamente, sin saber dónde está el norte,
dónde están nuestras seguridades, nuestro rumbo, las personas que amamos y
necesitamos para tener tranquilidad. No hay cosa que asuste más a un niño que
sentirse perdido. ¿Cuántas veces no nos hemos perdido siendo niños? Nos
soltamos un momento de la mano de la mamá o del papá y, de repente, nos damos
cuenta de que estamos solos y asustados. No conocemos a nadie en medio de la
plaza del pueblo, abarrotada de gente; nos sentimos solos en el mercado por el
que van y vienen compradores y vendedores sin concierto; nos asustan, en el
gran almacén, las aglomeraciones anónimas que nos ignoran... ¡Gran susto nos
llevamos! Se nos perdió el puerto seguro, el ancla que nos mantenía atados a la
historia, al pasado, al futuro y, sobre todo, al presente. Nos sentimos dando
vueltas alrededor de lo mismo. Quedamos como volador sin palo, según el decir
popular.
Cuando nos sentimos así,
comenzamos a buscar desesperadamente un rastro de la persona o de alguna cosa
que nos devuelva la tranquilidad y la seguridad. Pero, normalmente, existe una
relación proporcional entre nuestra desesperación y la oscuridad que vamos
sintiendo en nuestro reducido horizonte. Se cierran las ventanas de los
sentidos y, a veces, no percibimos ni lo que es evidente ante nuestros ojos; de
tal manera nos embotamos que ni siquiera oímos los llamados que nos hacen a través
de los altavoces... Los minutos parecen horas y las horas, siglos... Tratamos
de mantener la calma, pero no podemos; nos gana la confusión y perdemos del
todo la paz interior. ¿Dónde buscar? ¿A quién pedir ayuda? ¿Cómo resolver esta
situación? ¿Dónde se nos perdió el rastro?
Cuando un niño se
pierde, tal vez lo peor que puede hacer es ponerse a buscar por sí mismo una
salida del laberinto en el que se encuentra. Creo que le iría mejor si se
tranquilizara y se dejara buscar por los mayores que, con mucha seguridad,
estarán escudriñando por todas partes, con preocupación, tras su rastro. No
parece una postura muy proactiva, pero si el niño se mueve mucho de sitio, es
factible que termine jugando a las escondidas con los que lo están buscando.
Por eso, lo más sencillo parece ser que el niño deje de buscar y más bien ‘se
deje encontrar’. Esa persona que lo ama y lo extraña, no descansará hasta
encontrarlo, para llevarlo a un lugar tranquilo donde pueda reposar y
recuperarse del susto que ha tenido.
De estas
cosas estaba hablando Jesús cuando dijo: “Nadie puede venir a mí, si no lo trae
el Padre, que me ha enviado”. Cuando nos perdemos por los caminos de nuestras
vidas, no es fácil que volvamos a recuperar el rastro de Dios por nuestra
propia iniciativa. Entre más buscamos y entre más desesperados estamos, se va
haciendo más difícil encontrar la salida de nuestro propio laberinto interior.
Por eso, sin llamar a una pasividad resignada, es importante recordar que el
camino que nos conduce hasta Dios, supone una cierta actividad pasiva de
dejarse encontrar por aquel que nos ama y que no descansará hasta encontrarnos,
para llevarnos a un lugar tranquilo, junto a Él.