La primera lectura, tomada del I Libro de los Reyes,
tiene como protagonista al profeta Elías, quien vivió en el siglo IX AC. A
pesar de la enorme distancia temporal y cultural que nos separa de él, este
personaje tuvo una experiencia humana muy intensa que nos permite sintonizar
con él:
Acab, rey de Israel, se casó con una mujer cananea,
llamada Jezabel. Instigado por ella, el rey abandonó la fe de sus mayores y
levantó altares para honrar a los dioses cananeos, y ordenó asesinar a los
profetas que anunciaban el mensaje de Iahvé.
El profeta Elías denunció con vehemencia la
infidelidad religiosa del rey, y esto lo convirtió en objetivo de la
persecución ordenada por Jezabel.
Este es el contexto para comprender la primera
lectura. Huyendo de la ira de la reina, Elías se internó en el desierto. Su
situación era muy complicada pues era perseguido por un enemigo muy poderoso,
estaba solo, hambriento y sediento; había perdido la esperanza.
El texto que hemos escuchado nos dice que Elías “se
sentó bajo un árbol de retama, sintió deseos de morir y dijo: ‘Basta ya, Señor;
quítame la vida, pues ya no valgo más que mis padres’. Después se recostó y se
quedó dormido”.
El profeta se sentía agobiado. Sus fuerzas físicas y
su motivación no daban para más. Ante la situación extrema en que se
encontraba, lo único que le quedaba era morir; por eso suplica: “Quítame la
vida”. Aunque para nosotros, mujeres y hombres de nuestra época, el siglo IX AC
es algo muy distante, la crisis existencial que vive el profeta nos impacta y lo
sentimos cercano.
¿Por qué la cercanía que sentimos ante la situación
vivida por el profeta Elías? Todos nosotros hemos sido testigos de desgracias
personales y familiares que, como si fueran un terrible tsunami, destruyen la
motivación para seguir viviendo; pensemos, por ejemplo, en enfermedades
terminales y dolorosas que se prolongan en el tiempo; pensemos en fracasos
económicos que devoran el esfuerzo de toda la vida y que generan deudas
imposibles de pagar; pensemos en tragedias familiares que desbordan la
capacidad de reacción del ser humano. El profeta Elías, igual que mujeres y
hombres de todos los tiempos, se sintió aplastado por los acontecimientos y fue
víctima de una depresión aguda que le hizo desear la muerte.
El relato bíblico nos dice que un ángel lo despertó,
le ofreció alimento y lo invitó a levantarse; y esto en dos ocasiones:
Dios actúa de muchas maneras y se expresa a través de
diversos instrumentos. En este relato se nos habla de un ángel; en la vida
diaria, la Providencia amorosa de Dios se manifiesta a través de los padres, de
la familia, de los amigos.
Si el profeta Elías no hubiera sido ayudado en la
depresión y total indefensión en que se encontraba, ciertamente habría muerto.
Él solo no hubiera sido capaz de sobrevivir a la crisis.
Este es el primer mensaje que nos comunica la liturgia
de este domingo: los seres humanos somos frágiles, y las crisis pueden alcanzar
tales dimensiones que nos incapacitan para reaccionar. Acudiendo a la imagen
bíblica que hemos escuchado, de alguna manera debemos ser ángeles que ayudemos
a reaccionar a quienes están hundidos en la desesperanza; colaboremos en la
tarea de buscar el apoyo adecuado; pronunciemos una palabra de estímulo y
esperanza.
Así pues, este texto del I Libro de los Reyes nos
motiva a la solidaridad para tender la mano a todos aquellos que se sienten
agobiados por la carga que llevan.
Además, este texto del I Libro de los Reyes tiene un
profundo simbolismo eucarístico por su referencia al alimento: el pan que
ofrece el ángel al profeta le permite recuperar las fuerzas para reemprender el
camino; en la perspectiva del Nuevo Testamento, este pan ofrecido al profeta
preanuncia el Pan de vida ofrecido por Jesús para nuestro viaje hacia la casa
del Padre: “Yo soy el Pan vivo que ha bajado del cielo; el que come de este pan
vivirá para siempre. Y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el
mundo tenga vida”.
Estas palabras del Señor nos confortan pues nos dicen
que Él estará con nosotros en todas las circunstancias de la vida. Ahora bien,
la certeza de la presencia del Señor no nos exime de nuestras responsabilidades
en cuanto a utilizar todos los medios humanos para la superación de las crisis.
No podemos caer en la trampa de quienes creen que la fe en el Señor resucitado
los exime de trabajar. Ciertamente, debemos orar con fe y confianza, pero no
esperemos que Dios hará la tarea que nos corresponde a nosotros. Si el problema
que nos tiene al borde del precipicio es económico, busquemos la asesoría de
los que saben de finanzas y no esperemos que Dios haga de banquero y nos
refinancie la deuda; si el problema es causado por una depresión aguda,
busquemos la ayuda del especialista y no pidamos a Dios que actúe como un
antidepresivo…
Las lecturas de hoy nos motivan para nutrir nuestra
vida espiritual con la oración y la participación eucarística de manera que
tengamos fortaleza interior para afrontar los obstáculos que trae la vida.
Acudamos a los medios espirituales y a las ayudas especializadas para salir
adelante; y seamos como unos ángeles solidarios que ayudamos a nuestros
hermanos a superar sus crisis existenciales.