HOMILÍA
DOMINICAL
Juan 6, 51-58
Agosto 19 de 2012
Enseñando un día en la sinagoga, dijo Jesús a la
multitud: -Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá
eternamente. Y el pan que yo voy a dar es mi carne, para la vida del mundo. Los
judíos discutían entre sí diciendo: -¿Cómo puede este hombre darnos a comer su
carne? Jesús les respondió: -Yo les aseguro que si no comen la carne del Hijo
del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes.
El que come mi
carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último
día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El
que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. A mí me envió el
Padre que da vida, y yo vivo por el Padre; de la misma manera, el que me come
vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo, que no es como el que comieron
sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente.”
Por Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J.
Nos encontramos en el
Evangelio de hoy con la continuación del Discurso del Pan de Vida, en el que
Jesús se refiere al sacramento de la Eucaristía. En el pasaje escogido para
este domingo, Jesús repite varias veces que Él es el alimento que da vida eterna.
Teniendo en cuenta también las otras lecturas [Proverbios 9, 1-6; Salmo 34
(33); Efesios 5, 15-20], sigamos reflexionando sobre lo que significa para nosotros este sacramento que es el centro y el
culmen de la vida cristiana.
La Eucaristía es acción de gracias: en ella le
damos gracias a Dios por su Amor
El apóstol san Pablo exhorta
en la segunda lectura a los primeros cristianos de Éfeso, en el Asia Menor (hoy
Turquía), a que “den gracias sin cesar a Dios Padre por todo en nombre de
nuestro Señor Jesucristo”. El verbo que emplea corresponde al término griego
eucaristía, que significa acción de gracias o alabanza agradecida.
En efecto, cuando nos reunimos
en la Santa Misa –es decir, en la Sagrada Eucaristía-, le damos gracias a Dios
por su amor infinito. Son varias las expresiones de agradecimiento a Dios a lo
largo de la celebración eucarística. En el himno que comienza con la frase
“Gloria a Dios en el cielo” le decimos: “te alabamos, te bendecimos, te
adoramos, te glorificamos, te damos gracias”. En el ofertorio, al presentarle
el pan y el vino, manifestamos nuestra gratitud diciendo: “bendito seas por
siempre Señor”. En el prefacio -la oración introductoria de la llamada plegaria
eucarística, inmediatamente antes de la consagración del pan y del vino que se
convierten en el cuerpo y la sangre gloriosos del Señor-, el sacerdote que
preside la celebración invita a la
comunidad a expresar su gratitud diciendo “demos gracias al Señor nuestro
Dios”, y después de la respuesta “es justo y necesario”, exclama dirigiéndose a
Dios Padre: “en verdad es justo y necesario (…) darte gracias siempre y en todo
lugar…”. Luego, en la fórmula de la consagración, el celebrante dice que Jesús, antes de tomar en sus manos
el pan y el vino, se dirigió a su Padre “dando gracias”.
En la continuación de la
plegaria eucarística, en varias de sus fórmulas, se hace explícita nuevamente
la acción de gracias, que a su vez se expresa en el ofrecimiento: “te damos
gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia” (Plegaria
Eucarística II); “te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y
santo” (Plegaria Eucarística III). Y en el Padre Nuestro, después del brindis
en el que proclamamos el honor y la gloria que debemos reconocerle y darle
siempre a Dios, la frase “santificado sea tu nombre” equivale a “bendito seas”,
siendo ambas expresiones de reconocimiento agradecido.
En la Eucaristía escuchamos la Palabra de Dios que
nos instruye y nos orienta.
La primera lectura nos
presenta un texto de la literatura bíblica llamada “sapiencial”. En él la
sabiduría personificada invita a quienes quieran salir de la ignorancia y la
inexperiencia a que compartan el pan y el vino que ha preparado para todos los
que quieran tener vida siguiendo “un camino razonable”. Ese camino razonable es
precisamente el que nos señala la Palabra de Dios que nos instruye y nos
orienta para que podamos llegar a ser plenamente felices.
Es el propio Jesús quien nos
habla en las lecturas bíblicas que reconocemos como Palabra de Dios dirigida a
nosotros. Pero, sobre todo, en la Eucaristía se nos hace presente Él como la
Palabra de Dios hecha carne, que se hizo presente y actuante en un ser humano.
Por eso a lo que se nos invita en la Eucaristía es no sólo a escuchar la
Palabra del Señor, sino a saborearla de tal manera que podamos asimilarla hasta
el punto de identificarnos con ella. En este sentido, el hecho de “comulgar”
significa que la Palabra de Dios no sólo llega a nuestros oídos, sino a lo más
profundo de nuestro ser para que sea ella
la que dirija nuestra existencia desde dentro de nosotros mismos.
En la Eucaristía recibimos la vida de Cristo,
prenda de nuestra resurrección.
Jesús insiste en que quien
coma su carne y beba su sangre, es decir, quien se alimente de Él mismo, tendrá
vida eterna: “Y yo lo resucitaré en el último día”, es la frase que queda
resonando en nuestras mentes y en nuestros corazones, para que no sólo la
entendamos sino que ante todo la sintamos como dicha a cada uno de nosotros.
A quien recibimos en la comunión
es a Jesucristo resucitado, y por eso, cuando en el Discurso del Pan de Vida Él
nos dice que su carne es verdadera comida y su sangre verdadera bebida, esta
afirmación no corresponde a una realidad de orden material sino espiritual,
como lo es el cuerpo glorioso del Señor y como lo será el de todo ser humano
que después de esta existencia terrena resucite a una vida nueva y eternamente
feliz como la suya.
Démosle gracias entonces a Dios Padre, nuestro
Creador, por el don de su Hijo Jesucristo, que se entregó a la muerte de cruz
para hacernos participes de su propia vida divina y resucitada mediante la
comunión de su cuerpo y su sangre. Y pidámosle que nos disponga a participar
constantemente en la Eucaristía con una actitud de reconocimiento agradecido,
de escucha atenta para recibir y asimilar su Palabra, y de apertura a la acción
de su Espíritu para dejarnos llenar de la vida gloriosa de Cristo, recibiéndolo
en la sagrada comunión y obrado en coherencia con sus enseñanzas.